miércoles, 29 de noviembre de 2017

Estadía en el infierno - Día 1

Viernes 4 de la tarde. Del otro lado de la pared se escucha la voz de Amalia. Habla muy fuerte. Le habla a su hijo. La voz de él apenas se escucha y contesta siempre con sí o con no. Creo que están solos ellos dos.

Necesito bañarme. Siento que soy un asco, especialmente mi pelo. Pero ni siquiera tengo jabón.
Golpeo la pared y le grito a la señora para que me traiga jabón. Escucho que protesta. “Qué se piensa que esto es un hotel. Tomá llevale jabón”.

6 de la tarde. Marcos me trajo un jabón y se fué. Intenté lavarme un poco pero el agua es un asco me deja la piel peor de lo que estaba. Escucho una voz de hombre. Debe ser el marido.

7 de la tarde. Hace un rato entraron Amalia y el marido. “Mirá gordo pidió jabón y se lo traje. ¿Ves que la cuido bien? ¿Qué más querés? ¿Querés tomar algo nena? Andá gordo traele algo para tomar”.
Agarré la cadena de mi cuello y se la mostré a Amalia mientras le preguntaba: “¿Esto es por lo que le hice a su hijo?”
“No tarada. ¿Le sacaste leche a Marquitos? Mejor para él”.
“¿Entonces por qué? ¿Para qué me quieren?”
“Guita, pelotuda. Vales mucha guita. Con vos nos salvamos para toda la cosecha”.
Entró Leonardo con un pan flauta y un vaso de jugo Tang. Me lo dejó en el piso y se fueron.
No pensaba comerlo pero al final aflojé y me lo comí.

12 de la noche. Hace un rato entró Leonardo. Siempre sonriente y tranquilo. Me trajo un plato de guiso y una botellita de agua mineral. También me trajo un farolito de camping para que pueda ver algo. Me senté en la cama. Me dejó las cosas al lado y se sentó él también en la cama. “Comé nena, estás piel y huesos”. Me dio una cuchara y empecé a comer. Mientras él me miraba. De repente alargó el brazo como para darme una palmada en el hombro. Me asusté. Instintivamente agarré la cadena con las dos manos y la estiré, usándola para desviarle la mano. El plato se fue al piso con todo y guiso.
“No nena qué hacés. Sos tonta, tiraste todo el guiso. Ahora la gorda no me va a dejar traerte otro plato. No me tengas miedo que no te voy a hacer nada. La gorda me da permiso para mirarte pero nada más. Después la garcho a ella y todos contentos”.
Se fue. Me quedé llorando y mirando la comida desparramada en el piso. Después de un rato la volví a juntar en el plato y me la comí. Fría y sucia.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Estadía en el infierno

Volví. No muy entera ni muy saludable, pero volví. Y muy cambiada. No se puede evitar cambiar después de pasar por algo como lo que yo pasé. Ya no quiero mostrarme, no quiero dar a conocer mi intimidad, no quiero exponerme, ni siquiera quiero salir a la calle. Todavía sufro de un miedo constante. Pero tengo que exteriorizar lo que tengo en la cabeza para que los recuerdos no sigan torturándome, y lo escribo no porque tenga ganas, sino porque me resulta imposible hablarlo.

Perdón si el texto no es claro o tiene incoherencias. No tengo interés en que sea una lectura agradable. Tampoco le voy a agregar fotos ni ilustraciones. No me interesa representar con imágenes estos recuerdos. De hecho, si nadie lo lee realmente no me importa.

La historia empezó el jueves 16 de noviembre. Alguien golpeó la puerta de mi depto diciendo que le habían dejado por error mi factura del gas. Era muy tarde a la noche así que contesté diciendo que la pase por debajo de la puerta. Después me olvidé del tema. Al rato vi que un papel se asomaba por debajo de la puerta. Tiré de él pero algo lo estaba trabando desde afuera. Abrí la puerta para ver qué era. Ese fue mi gran error.

En el pasillo estaba Leonardo, el marido de la acosadora Amalia. Ese nombre todavía me da escalofríos. Me miraba con cara amable, y me dijo algo así como “¿y qué tal estaban esos pepinos?” aludiendo a nuestro encuentro previo en la verdulería. Quise cerrar la puerta, pero él fue rápido y la sostuvo con la mano. Yo hice fuerza para cerrarla, y él hizo más fuerza para abrirla. Hasta que le dio un empujón y la abrió del todo, empujándome a mí también hacia adentro.

Entró al depto. Siempre con esa sonrisa amable, diciéndome que me calmara, que no me iba a hacer nada. Corrí a buscar el teléfono. Él corrió atrás de mí y me aferró el brazo, y me lo apretó hasta que tuve que soltar el teléfono. Hice fuerza para soltar mi brazo y correr hacia la puerta. Por efecto de mi propia fuerza, al soltarme caí al suelo. Él se agachó y me agarró de los tobillos. “No te voy a hacer nada, no te asustes”, me decía muy tranquilo y muy sonriente.

Después de eso los recuerdos se vuelven difusos. Intenté gritar pero alguien me tapó la boca. Había entrado alguien más al departamento (Amalia supongo). Creo que entre los dos me drogaron.

Lo siguiente que recuerdo es despertarme en una cama, sola, en una habitación enorme, fría, vacía y sin ventanas que sería mi prisión por los siguientes días. La única luz entraba por un panel translúcido en el techo. Se oían ruidos fuertes, como golpes rítmicos. Parecían ruidos de una fábrica, y se escuchaban muy fuertes y cercanos. Parecían venir de abajo, por lo que supuse que estaba en el piso de arriba de una fábrica. También se escuchaba música de cumbia, tan fuerte que competía con los ruidos de la fábrica.

Al querer levantarme noté que tenía una cadena alrededor de mi cuello, cerrada con un candado. Mi primer impulso fue quitármela. Intenté con todas mis fuerzas pero fue inútil. Vi que el otro extremo de la cadena estaba atada a un gancho en la pared, y también ahí estaba cerrada con otro candado. Estaba atada como un animal del zoológico. ¿Qué clase de hijo de puta ata así a una persona?, pensé. Después supe que esos hijos de puta eran capaces de mucho más.

Tiré de la cadena para ver si se soltaba de la pared, pero no cedía. Intenté de todas las formas posibles, haciendo fuerza con las piernas, con los brazos, usando mi propio peso, pero todo fue igualmente inútil. En ese momento sentí una tremenda angustia que me llegó hasta el estómago.

Hablando de estómago, lo sentía revuelto. Sentí náuseas y al toque vomité varias veces. Tenía que lavarme la boca. Miré alrededor, en un rincón de la habitación había un inodoro y un lavabo. Por suerte la cadena me permitía llegar hasta ahí. Me lavé la cara y me enjuagué la boca, escupiendo el agua porque tenía un color turbio y un gusto asqueroso.

Recorrí con la vista el resto de la habitación. Había una puerta. Quise llegar hasta ella pero el largo de la cadena no me lo permitía.

Contra una pared había una estantería metálica. En los estantes había biblioratos. Me acerqué a ver qué contenían. Tenían facturas y documentos, viejos, arrugados por la humedad. Había un domicilio, decía algo de carpintería de aluminio en San Miguel. ¿Y qué hago con esto?, pensé. Después les encontré utilidad como papel higiénico y para escribir un diario.

Eso era todo. Sentí mucho frío así que me acosté de nuevo y me envolví con la única sábana que había en la cama. Tenía puesta la misma ropa que la noche anterior: un short y una remerita. Estaba descalza y temblando.

En la pared había un reloj que marcaba las 12.

De pronto pararon los ruidos. Debía ser por el horario de almuerzo en la fábrica. Aprovechando el silencio empecé a gritar pidiendo ayuda. Al rato me entusiasmé cuando escuché que se abría la puerta. Pero el entusiasmo me duró poco. Entró Marcos, acompañado de una mujer que debía ser su madre.

“No te gastes en gritar que nadie te escucha” me dijo la mujer. Marcos estaba serio, callado, mirando al suelo. Yo no reaccionaba, no terminaba de entender la situación. “¿Te gusta tu nuevo hogar? No te hagas problema que no vas a estar mucho tiempo acá. Ahora te traemos algo de comer”.

Se fueron y al rato volvió Marcos con un plato de fideos y una botellita de agua mineral. Me seguía esquivando la vista. “Marcos por favor ayudame, no hagas lo mismo que tus viejos”, le dije. Pero dejó las cosas en el suelo y se fué sin mirarme a los ojos en ningún momento.

Los fideos estaban fríos y sin gusto, pero necesitaba alimento así que me los comí hasta el último, y después me tomé toda el agua. Al rato comenzaron de nuevo los ruidos de la fábrica.

Me quedé un rato sentada en la cama, mirando la habitación, tratando de imaginar qué intenciones tendría esta mujer, por qué me habría dicho que no iba a estar mucho tiempo. ¿Pensarían tenerme a modo de castigo y después dejarme libre? Mirando la estantería me pareció ver un lápiz entre los biblioratos. Me acerqué y descubrí que era una birome. Y milagrosamente funcionaba. Saqué todos los papeles que pude de adentro de los biblioratos y los escondí abajo del colchón junto con la birome, con la intención de usarlos para escribir un diario sin que se entere Amalia. Y ver si de esa forma podia mantener la cordura.

Las próximas cosas que publique acá serán las transcripciones de ese diario. No las voy a corregir ni a editar, las voy a copiar tal como las escribí. Espero que esto me ayude a recuperarme, a poder dormir por las noches sin ayuda de pastillas y a dejar de tener pesadillas en las que siento que me asfixio. Logré librarme de esa delincuente psicópata, pero su tortura me dejó secuelas. Ojalá pronto desaparezcan.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Encuentro cercano

Siguiendo las órdenes de la señora Amalia, tuve que repetir varias veces el “show” de masturbación a la hora de la cena. Las últimas veces lo hice sin que me importara demasiado; hacía mi actuación, acababa y a otra cosa. La última vez ni siquiera tuve necesidad de fingir el orgasmo, ya que éste vino solito.

Ahora la señora me dio una nueva orden: dar un paso más en la tarea de provocar a su marido. No sé qué espera lograr con esto, señora, pero le aclaro que esta es la última orden suya que acepto. Después de esto, mi obligación se termina.

En la pantalla de mi teléfono aparecen las instrucciones:


Me visto rápidamente con una calza ajustada y una remera corta (siempre siguiendo las órdenes de la señora) y bajo rápidamente a la verdulería. Una vez allí, me pongo a revisar la batea de los pepinos y agarro un par de grandes ejemplares. Y espero.
 

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